lunes, 4 de septiembre de 2017

Encuentro

Nos volvíamos a ver, había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que hablamos. Yo llevaba labios rojos y él su habitual caminar calmado, como si fuera el mundo quien le siguiera los pasos.

Era una noche de verano, él traía a sus amigos y yo a los míos. Aprovechamos que era cumpleaños de uno de ellos para juntarnos a tomar algo, fumar unos cigarros, escuchar música y conversar.

Nosotros éramos los que nunca fuimos pero estábamos ahí, frente a frente, entre la medio-alegría del cumpleaños, mirándonos de reojo. Yo sentía que él era como un gato huraño al que yo había lastimado. Ciertamente me moría por abrazarle, por curar sus heridas, por devolverle el amor que nunca pudo ser entre nosotros, el amor que nos desencontraba, que siempre nos ponía en el sitio equivocado, siempre impuntuales en la vida del otro.

Tomé una silla y me arrodillé en ella, mis manos tocaban el espaldar de la silla y le miraba como una niña curiosa, traviesa, ansiosa por saber de su vida . Hablábamos a centímetros, él estaba muy cerca a mi, me miraba extrañado, pero con las mismas ganas impetuosas que yo tenía de besarle. Y todo transcurría como si todas las distancias que habíamos puesto antes entre nosotros se hubieran esfumado. Era la noche en la que por fin el destino nos juntó. Conversábamos de la música, de la colección de latas de cerveza que tenía exhibiendo en su pared nuestro amigo cumpleañero, de F que estaba recostado en la ventana, del whisky y el ron, de sus ojos de peluche y de los mío de uva.

Nos perdimos de todos, de la bulla, del rock, y nos encontramos solo los dos en un universo que hoy era solo nuestro, por fin algo era nuestro y no era triste. Él me había encontrado y yo me había dejado encontrar.

Hace un tiempo atrás yo había tomado valor y le había robado un beso, beso que luego él me devolvió y multiplicó en miles, tantos que no los pude contar. Aún así siempre nos despedimos, siempre no podía ser. Pero esa noche era distinta, yo tenía el valor para robarle otro beso, el tenía valor para dejárselo robar, no esperó, y luego de tratar de leer sus ojos, acercó su rostro al mío, y me robó un respiro, se quedó con mi corazón.

Nosotros habíamos esperado tanto y teníamos siempre tan poco tiempo que no nos quisimos dejar ir. Pero me quedé dormida luego de sus besos y conversar de la vida, de nosotros, de todo lo que no había sido y ahora era.

Desperté y aún era de madrugada, él estaba mirándome, fijo, tierno, con esa ternura que solo yo conocía de él. No le pregunté nada, no pronuncié palabra, él había entendido, nos necesitábamos, tanto como los peces al agua, tanto como nuestras canciones.

Y me descubrió, despojó de mi no solo mi ropa, sino cualquier "pero" y cualquier "no". Sus manos eran tibias, sutiles, tiernas. Yo recorría su rostro con mis manos, y conocí cada recoveco suyo, cada espacio que nunca antes había tocado. Y en ese momento el tiempo se nos olvidó, así como el cumpleañero, el whisky y los cigarros.

Por fin no existían los relojes, las excusas ni los permisos

Éramos, por fin, éramos (así en plural) y sin embargo fuimos uno. Él y yo nos merecíamos, siempre nos merecimos ese momento, esa cantidad industrial de amor, la fortuna de tenernos, de reconocernos en el otro y empezarnos de nuevo.

Amaneció y estábamos juntos, sumidos en la paz que da el amor después del amor. Ahora, por fin, no existían más los desencuentros, eran suyas todas las letras de mi nombre. Dejó su guitarra, pero hizo conmigo una canción.


(Image by Pilar rubio flickr)



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